| ★ EDITORIAL |
(★).- Mientras la indiferencia se instala como cómoda postura política, las luchas territoriales y sindicales demuestran que la organización popular sigue siendo el único antídoto contra el despojo.
Hay algo profundamente irónico en observar cómo amplios sectores de la clase media argentina se refugian en el desánimo y la indiferencia mientras, en los márgenes del sistema, se libran batallas que definen el futuro del país. Algunos se quejan del salario mínimo que no alcanza pero no salen a la calle, pero en Mendoza miles de jóvenes, trabajadores y estudiantes sí lo hacen defendiendo el agua contra el avance minero. "Hay olor a 2019", repiten, recordando cuando la movilización popular derrotó el intento de modificar la ley protectora del agua.
La misma clase media que se indigna por la inflación pero mira con desdén las protestas ambientales, es la que después sufrirá las consecuencias del saqueo extractivista; la paradoja es cruel. Glencore reactiva la Alumbrera con beneficios fiscales que vacían las arcas públicas, y el gobierno busca modificar la Ley de Glaciares para favorecer este tipo de inversiones, mientras la resistencia se organiza en jornadas de acción plurinacional.
Lo mismo ocurre con la CGT, esa central que aprendió a decir "sí, señor" con cara de enfado. Los dirigentes gremiales cenan con Massa y juegan al "disimulo institucional", y los trabajadores enfrentan aumentos miserables que ni siquiera igualan la inflación y que ya había perdido un 50% de su poder adquisitivo en los primeros meses de gobierno de Milei. El gobierno fija un salario mínimo que queda por debajo de la indigencia, y la respuesta sindical es hacer cara de enojados mientras aceptan amortiguar los enojos de los platos rotos del ajuste. Pero ahí está la clave: la verdadera resistencia nunca viene de arriba. Viene de abajo, de los territorios, de las asambleas, de los colectivos que se organizan contra las salmoneras en Tierra del Fuego, de las comunidades que defienden sus glaciares, de los periodistas que enfrentan un 66% más de agresiones por documentar protestas y resistencias.
La clase media indiferente debiera tomar nota: ellos debaten si salir o no a protestar, y otros están definiendo con su propia lucha si tendrán agua potable en el futuro, si sus hijos trabajarán 48 horas por un salario de hambre, si el país será patio trasero de las corporaciones mineras. La organización popular no espera por el permiso de los desanimados: avanza, resiste y construye, aunque tenga que hacerlo a contracorriente de la indiferencia generalizada. ¿Cuánto tiempo más nos tomaremos para unificar las luchas, identificar quién es el que nos causa tanto malestar y nos expropia el fruto de nuestro sudor? ¿No nos damos cuenta que los cambios que está habilitando este gobierno de Milei no serán reversibles con un próximo, ni con varios otros gobiernos?