| ★ UN DÍA COMO HOY |
(★).- A catorce años de su partida, la voz de Cesária Evora sigue resonando como un eco profundo de la añoranza caboverdiana, tejiendo puentes entre la miseria y la belleza, entre el puerto de Mindelo y los escenarios del mundo.
Nacida en la pobreza extrema de Cabo Verde, Cesária forjó su arte en los bares de mala muerte de San Vicente, donde cantaba desde adolescente por un plato de comida. Huérfana de padre a los siete años, ayudó a su madre a mantener a sus hermanos, experiencia que marcó su carácter y el tono mate de su voz, esa voz que transmitía una tristeza abismal incluso en su belleza serena.
Su arte se centró en la morna, ese género musical portuario que como el tango nadie sabe exactamente de dónde viene, pero que fusiona influencias del fado portugués, la música angoleña y aires brasileños. La morna es la expresión musical de la "sodade", esa variante criolla de la saudade que atraviesa el canto de Evora como un río subterráneo de nostalgia y amor arraigado.
Durante décadas permaneció en el anonimato provincial, madurando su arte en las "tocatinas" -reuniones musicales espontáneas- bajo la tutela de compositores como Ti Goy. Su vida estuvo marcada por periodos de depresión y alcoholismo, alejada de los escenarios hasta que, casi a los 50 años, el productor José da Silva la llevó a París.
Allí nació su segunda vida como "La diva de los pies descalzos", título que reflejaba tanto su comodidad personal como el homenaje simbólico a los humildes de su país. La industria discográfica la envolvió en exotismo, pero Cesária ya estaba de vuelta: había vivido intensamente, experimentado el folklore de su nación y cantado en condiciones paupérrimas.
Entre 1988 y 2010 editó 15 discos, ganó Grammys, recibió la Legión de Honor y cautivó a artistas como Caetano Veloso y Marisa Monte. Pero nunca olvidó sus orígenes, manteniendo siempre ese fraseo ondulado, ese ritmo sincopado que mecía al público como las olas del Atlántico que bañan su archipiélago natal.
Cuando su salud se complicó, canceló giras y decidió volver a San Vicente: quería morir en su tierra. Cumplió así la parábola completa de la Cenicienta que nunca se dejó domesticar, llevando la esencia de Cabo Verde a los confines del mundo mientras mantenía sus raíces firmemente plantadas en el suelo volcánico de su amada isla. Su legado permanece como testimonio de que la autenticidad puede florecer incluso en los terrenos más áridos de la pobreza y el olvido.
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